Alberto había perdido la ilusión de seguir, el sabor por las cosas simples y sintió, en lo más profundo de su ser, que ese día debía tomar una decisión. Analizó su decisión y convino en que era muy lógica y pensó, ya no voy a comer. Ya no necesito energía, ya no voy a trabajar, voy a quedarme quieto, completamente inmóvil. Si no me muevo no será necesario que ingiera alimentos. Voy a tratar de no pensar e incluso me voy a deshacer de mis sentimientos, de mis recuerdos. Ya había estado practicando ejercicios de inmovilidad y había sido traicionado por sus párpados y por su tórax. Sus párpados invariablemente batían, cual persianas, la ventana de sus ojos. Y no podía evitarlo, así que, como una solución brillante aunque totalmente oscura decidió cerrar los ojos. Y al tórax, pensó, ¿ cómo detenerlo ?, podía hacerlo por algunos minutos. Aguantaba la respiración y conseguía un estado de hibernación que deseaba que fuera para siempre y que invariablemente terminara con él en pocos días. Pero el tórax, terco, después de una licencia de algunos minutos siempre crecía, como el fuelle que es, y volvía al punto de inicio una y otra vez.
Alberto se preguntó, para que voy a comer si yo sé que no tengo vísceras, no tengo tripas, no poseo intestinos a los que les sirva el alimento diario que me pueda conseguir. Además que cada vez se ha puesto más difícil conseguir alimento. Definitivamente ya no necesito comer y además quiero protestar contra el mundo. Así que ya no voy a comer.
Alberto se hizo la última pregunta, yo estaré vivo o estoy muerto. Se desabotonó la camisa y puso delicadamente la palma de su mano derecha sobre su pecho para detectar aunque sea un mínimo latido. No sintió la más mínima vibración, se dio cuenta que estaba descorazonado. Era la prueba que le faltaba. Sacó la mano, cerró su camisa y dijo, estoy muerto.
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