Varias veces deben haberme visto. Yo soy el chofer del taxi tico amarillo que se estaciona cerca de ese promontorio a la vera del camino en los linderos de la urbanización.
Acostumbro estacionarme allí después de almorzar para descansar algunos minutos. La primera vez que la ví quedé deslumbrado, su sonrisa, su desenfado, la manera tan educada de desdeñar al mundo, sus curvas impresionantes (¡ Y yo, sí conozco de curvas ¡). Su mirada sin horario, su pelo bronco, espiralado, con el color de la cebada madura. Me bastó con mirarla y ella ni cuenta se dio. No me interesaba, mi equipaje estaba completo con ese momento de ensoñación.
Pasaron varios días y no pude quitármela de la cabeza, la recordaba, su mirada me buscaba. Antes de siete días volví al lugar y me detuve, salí del auto y allí estaba. No creo que me estuviera esperando, debía tener muchos admiradores y a mí ni me conocía. Yo no sabía su nombre y no era necesario. Por ahora era importante ser anónimos. Exacerbaba mis sentimientos.
Cuando me dí cuenta, regresé antes de los tres días. Los plazos se acortaban y me parecía, sino extraño, por lo menos preocupante. Me comenzaba a hacer falta. Allí estaba ella, desafiando a la luz, su cuerpo ondulaba como un suave sismo, y su piel empezaba a cobrar el mejor tono cobrizo. La ví, procuré que no se diera cuenta de mi asedio, me hice el que miraba a otro lado, pero como deseaba voltear y no me importaba que ella se enterara que yo era uno de sus más rendidos admiradores sino el totalmente rendido. Continué trabajando porque no se puede vivir del amor. Seguí yendo a mi casa, abrazaba a mis hijitas, le hacía el amor a mi esposa pero ya no era lo mismo. Ese placer estaba en otro lado. Yo estaba enamorado de ella.
Para todos, uno sí se puede enamorar varias veces. A mí me estaba pasando y como a la mayoría, ya no me interesaba mi hogar. Estaba dispuesto a perder todo para ganarla a ella. Seguí mi rutina y ahora me sentía con nuevos bríos. Ahora tenía una razón muy bella para vivir y comprendía a los lacerados por Cupido.
Ella era todo para mí, me despertaba y quería ir a verla. Por supuesto no era posible, había que ganarse el pan duro de cada día.
El día anterior no sospeché nada. Fui a verla, estaba imponente, en ese momento ella podía hacer lo que quisiera con cualquiera. Era terrible propietaria de ese poder omnímodo. Se lo había ganado por aclamación. Sus ojos no me advirtieron de nada. A pesar del futuro que no adiviné, deleité mi avanzada miopía con sus rasgos faciales y su perfil sin defectos. Me puse con el viento a mi favor y estoy seguro que hasta la olí. Quise tenerla entre mis brazos.
Al día siguiente acudí al lugar porque ya no podía vivir sin ella. Nos despedimos sin explicaciones, sin líneas, sin cartas. Alguien había quitado el letrero.
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