Mis hermanos me avisaron que mi querida madre estaba muy gravemente enferma y con alto riesgo de morir. Yo trabajaba como ingeniero petrolero en Iquitos una ciudad del nororiente peruano. Pedí permiso tan pronto como pude y tomé el primer avión, al sur, con destino a Lima la capital peruana con la esperanza de hacer una conexión para tomar el primer vuelo con destino a Chiclayo. En esa ciudad del norte del Perú estaba internada en un hospital del Seguro Social mi queridísima madre. Mientras volaba de Iquitos a Lima recordaba que ella estaba muriéndose miserablemente desde hacía 20 años.
Años atrás mis primos me invitaron a pasar unas vacaciones en el balneario de Ancón. Ellos tenían una casa en “la bajada de los cangrejos”. Mis tíos, los dueños del departamento, compartían el fin de semana con nosotros y regresaban a Lima los domingos por la noche dejándonos con la refrigeradora llena de víveres y la cocina con suficiente combustible para no morir de inanición en 5 días.
Yo recordaré siempre como una de mis más flojas añoranzas la regalada vida de millonario de aquellos tiempos. Despertarnos a las once de la mañana e ir de frente a un mar de aguas tranquilas, que aún no había ejercido su criminalidad natural, porque no había ahogado a nadie, a darnos un chapuzón. Y ver el paraíso de sirenas dignas de un concurso de belleza.
Luego de una hora de embebernos de agua y sal, regresábamos a desayunar leche helada en botella sin azúcar y prepararnos unas tortillas con embutidos o un jugo de frutas. Matar el tiempo, leer algo, ver televisión y jugar a las cartas al nervioso o al ocho loco.
Así pasaban las horas. A veces dormíamos un rato, en los muebles de la sala o en los camarotes. En algún momento del día era inevitable acercarnos a la ventana a espectar la maravilla de paisaje, las nereidas hormonadas al máximo y nosotros garañones en ristre. Por la tarde íbamos nuevamente al mar, retozábamos un rato y luego jugábamos futbito. Después a nadar o hacer piruetas para impresionar a alguna musa, algo que nunca surtió efecto. Insistíamos en los arabescos pero nunca se nos ocurrió analizar porque ninguna de las ninfas se enteró de nuestros disfuerzos. Tal vez debimos dejar de hacer el ridículo y dedicarnos a intentar alguna hazaña digna de encomio, y tratar de fracturarnos algo, o cosechar alguna paraplejia, qué sé yo, en el intento.
Mamá estaba hospitalizada en un nosocomio del Seguro Social, el hospital “Edgardo Rebagliatti”. La habían derivado de Chiclayo porque había presentado una disnea severa (dificultad para respirar) y progresiva.
Mamá desde que alumbró su último hijo, que finalmente murió en pocas horas, empezó su calvario, probablemente por mala praxis médica (retención de restos placentarios y sufrimiento fetal con parto prolongado). Ella presentó una endometritis puerperal (una infección interna del útero después del parto) que se agravó y la puso al borde de la muerte. Por eso digo que mamá estaba muriéndose desde hacía 20 años.
Ella caminó sus muchos últimos años al borde de la muerte, o de la vida. Transitó insegura en aquella delgada línea por la que cualquier mortal pasa una sola vez antes de la despedida. Y nosotros, sus hijos, nos acostumbramos a esa posesión precaria. Poco a poco aprendimos a dejar de ser hijos.
Aquella vez se recuperó. Yo estaba muy pequeño, me permitieron visitarla y ella no me reconoció. Ese recuerdo nunca me dolió, parece que nunca lo fijé en la esfera consciente.
Yo les avisé a mis primos que iba a visitar a mi madre al hospital. Llegué a la casa de mi tío Carlos y mis tías me dijeron, Pedro, tenemos que hablar muy seriamente contigo, es acerca de la salud de tu mamá. Tía Inés me dijo, tu mamá está muy grave y los médicos nos han dicho que tiene apenas tres meses de vida. Era febrero y yo empezaría ese año a estudiar 4to. año de educación secundaria.
Fue un shock, mamá era todo lo que tenía, era mi total apoyo y yo trataba de ser algo similar para ella. Lo primero que se me ocurrió fue decirle al hijo de puta de mi padre, cuando lo tenga enfrente que aunque sea le regale a mamá sus últimos días de felicidad o algo parecido. Nuestra vida había sido un solo de agresiones de ese malnacido contra mamá y contra mis hermanos y yo tratando de defenderlos. La última vez que me le enfrenté, él había llegado borracho a maltratar, a hacer problemas, a insultar. Yo lo encaré, él sacó su pistola y me amenazó, yo le dí la espalda, y lo reté, y le dije si me vas a disparar, házlo en tu mejor estilo, el que mejor va contigo, dispárame por la espalda. Dispara cobarde. Por supuesto que era cobarde, no sé si para mi suerte.
Cuando pasaron los años recordamos que las predicciones médicas respecto a la salud de mamá, felizmente, fueron casi meteorológicas.
Un día me fui de casa voluntariamente. Vine a Lima a estudiar en la Universidad Nacional de Ingeniería (la “UNI”) la carrera profesional de ingeniería petrolera. Mamá me ayudó todo lo que pudo y yo, para ayudarme económicamente, trabajé y estudié como hacen muchos jóvenes.
Entretanto papá decidió morir en su ley, en los próximos años se dedicó a sacarnos la mierda a todos a pesar de la agonía de mamá.
Ingresé a la antesala del hospital donde se hallaba internada mi madre y algo me decía que era el último adiós. La Dra. Ortiz me había dicho que ya no había nada que hacer, mi madre tenía los pulmones destruidos. Una fibrosis pulmonar la había elegido a mamá, esta vez certeramente, para terminar de asfixiarla. Solo quedaba esperar la misericordia de Dios.
Ingresé paso a paso y sabiendo que era la despedida. Subí por las escaleras y ví que en la puerta estaba mi querida tía Inés, hermana de mi madre. Ella me dijo, Pedro, por favor cálmate, tu mamá te va a pedir algo, tu papá está abajo, ¿acaso no te has cruzado con él?
Yo sonreí por esas palabras que consideré estúpidas. Y llegué donde mi madre. Le dije mamita, ya me voy, debo regresar a Iquitos a trabajar, quiero que me des tu bendición y me arrodillé. Mamá me bendijo. Y luego me incorporé y le besé la frente. Mamá respiraba con mucha dificultad.
Y de pronto Madre me dijo, hijito deseo decirte algo, por tu bien. Y, sospechando sus palabras, me le adelanté y con eso cerré la puerta para siempre, destruí mi última oportunidad de redención, compré al contado mi condenación al fuego eterno y con esa seguridad de que ese era el precio que había que pagar por ser coherente. Tomé la palabra y le dije, mamita no creo que me vayas a decir que le hable a ese maldito, ese desgraciado nos ha agredido toda la vida que le conozco y yo lo único que he hecho es defenderlos y ahora me vas a decir que me equivoqué, que hay un mandamiento de la ley de Dios que es “honrarás a tu padre y a tu madre”, y ¿a mí qué me importa? Me vas a decir que en aras de la alcahuetería debo perdonarlo y avanzar hacia él en cámara lenta con música de Clayderman incluida ¿y que luego nos abracemos y que gruesos lagrimones horaden nuestros rostros? ¿Y qué eso nos va a ser mejores? Disculpa mamá, ¡ No me jodas ¡ No creo que a estas alturas me hagas eso, me decepcionarías, me dejarías sin piso.
Y mamá escondiendo sus ojos para no delatar su mirada redentora, me dijo, no hijito, iba a decirte algo sin importancia. Mamá respiraba con increíble dificultad, sufría como toda su vida. Entonces apuré la despedida con un, mamita nos veremos algún día, aunque yo estaba seguro que no iba a verla nunca más porque mi madre tenía un sitio reservado en el cielo.
Luego salí llorando, me acerqué a una ventana y con el puño fuertemente apretado, rebelde, amenazador, hacia lo alto lancé esta imprecación: “Dios, mírala como sufre, yo no te puedo permitir eso, ¿Qué te crees? ¡ Ya basta carajo ¡ ¡ Es mi madre, No lo olvides ¡”.
Y salí corriendo con la poca fe que me abandonaría, esta vez y para siempre.
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